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das Mystische 2.1

LOCURA

¿Qué es la locura –se preguntaba Michel Foucault- para quien decide arrinconar, al menos por un momento, las herramientas habituales y el pensar convencional de los especialistas? Y el propio Foucault contesta a su pregunta: la locura, además, entre otras cosas, es la ausencia de obra.

Ha muerto Syd Barrett, el mítico fundador de Pink Floyd, el hombre atractivo, misterioso y carismático que desapareció de la escena pública cuando la criatura, la máquina del fluido rosa, daba sus primeros pasos. Diez de las once canciones de The Piper at the Gates of Dawn no fueron suficientes. Había algo en él que lo dejaba siempre fuera, al otro lado de las percepciones comunes, en esa nube tortuosa y psicodélica de la que se regresa algo más tonto y menos afortunado. Eso es, al menos, lo que cuenta la leyenda. Porque justo en ese momento (es decir, en un principio), en la cresta de la ola londinense, con las letras del LSD grabadas a fuego lento y los colores imposibles en los ojos, Syd Barrett abandona el escenario y abraza la soledad del mito. Barrett se recluye en su apartamento alejado de la vida pública. Apenas un leve intento por mantenerse en contacto con el mundo de la música; pero hay algo en él que no marcha bien del todo. He leído estos días en los periódicos menciones a su salud mental, a la presencia de un hombre gordo, desfigurado, con la cabeza y las cejas afeitadas, al margen de todo y de todos, durante la grabación (también un homenaje) de los temas de Wish You Were Here. Incluso hay quien lo sitúa paseando por las calles de Cambridge, enajenado, con unas enormes tijeras podadoras en las manos. ¿Insinúan acaso, estos periódicos, que Syd Barrett estaba loco? Y en ese caso, ¿de qué clase de locura están hablando? Curiosamente, si por algo será recordado Syd Barrett será por su ausencia de obra: la imagen instalada, permanentemente, en la nada de las cosas inanimadas. Y, enlazando de nuevo con Foucault, por esas gotas de cesura a partir de las cuales la partición de la locura se hace posible. “La percepción que el hombre occidental –escribe Foucault- tiene de su tiempo y de su espacio deja aparecer una estructura de rechazo, a partir de la cual se denuncia a una palabra como no siendo lenguaje, a un gesto como no siendo obra, a una figura como no teniendo derecho a poseer lugar en la historia”. El hombre llega al final de su camino, se abraza, sollozando, al cuello de un caballo apaleado, y luego se desploma: al despertar, se cree Dioniso o El Crucificado. Pero, ¿quién se hace responsable de esta suma de gestos, historias, lenguajes y rechazos?

“El compromiso de la filosofía con la razón –opina el filósofo norteamericano Stanley Cavell- es algo que la obliga intrínsecamente a confrontar la posibilidad de la locura”. En Reivindicaciones de la razón, Cavell menciona esta oscura reflexión de Ludwig Wittgenstein: “Si me siento inclinado a suponer que un ratón surge por generación espontánea a partir de harapos grises y polvo, estará bien que acto seguido examine meticulosamente estos harapos para ver cómo pudo esconderse en ellos un ratón, cómo pudo llegar allí, etc. Pero si estoy convencido de que un ratón no puede surgir de estas cosas, entonces quizá esta investigación sea superflua. Pero debemos primero aprender a entender –concluye Wittgenstein- qué es lo que en filosofía se opone a semejante examen de los detalles”. ¿Estamos ante una parábola sobre la naturaleza de la filosofía? Y, en líneas generales, ¿qué nos dice esta parábola?

Para pensar la razón y la locura, para pensarlo todo, deberemos poner en cuarentena las convicciones propias, el sentido de lo que uno tiene de lo pueden y no pueden ser las cosas. Es lo que Cavell denomina “la derogación de nuestro sentido de lo ordinario”. En el fondo, se trata de descubrir necesidades más verdaderas. Y, para ello, nada mejor que adentrarme en un estado mental donde me encuentro “inclinado a suponer” que es posible que esté ocurriendo algo que todos tenemos por imposible. ¿Tiempo de verdad, entonces, en el mundo de las mentiras crónicas? ¿Agua de paz en la guerra, en el desierto, de las víctimas civiles? ¿Quién está verdaderamente loco? Todo esto significa que tendré que hacer el experimento de creer lo que tengo por prejuicios –informa Cavell- y considerar (y he aquí lo más importante) la posibilidad de que mi propia racionalidad no sea más que un conjunto de estúpidos prejuicios. Si esto duele (o no duele) iluminará los bordes alterados de la experiencia del ridículo; pero nunca el ridículo de buscar donde entendemos de antemano no puede encontrarse lo que buscamos. Al final de todo, agotado el método filosófico, puede suceder que también nuestra actitud cause rechazo, y que sea denunciada nuestra palabra como no siendo lenguaje, nuestro gesto como no siendo obra, nuestra figura como no teniendo derecho a poseer un lugar en la historia. La Historia de la Locura se abre con una cita de Pascal que alivia nuestra desazón y anima nuestras dudas: “Los hombres son tan necesariamente locos que habría que estar afectado por otro giro de locura para no estarlo”. Cada cual puede elegir un número al azar y esperar, tranquilamente, su ciclo de fatalidad o de fortuna. El método malcría a sus hijos mostrándoles el límite, increíble, al borde del abismo. ¿Qué queda al otro lado de la razón o al otro lado de la locura? Agotado el método, habremos llegado al final de nuestro camino justamente al comienzo del mismo. Habremos habitado en la nube (psicodélica, filosófica) el tiempo justo para ello, y podremos decidir si regresamos, algo más tontos, y menos afortunados.

1 comentario

Jordan Trunner -

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Jordan Trunner